14 de abril de 2019
por Ángel Álvarez de Lara
Mi pasión por viajar me sigue desde pequeño, soñando con volar y tener los rincones del mundo al alcance de la mano. Hoy, investigo las vicisitudes de las Relaciones Internacionales y la realidad del continente africano, pero haciéndolo como lo he hecho siempre, viajando y leyendo, porque conociendo podemos superar las barreras de un mundo tan complejo como este. A través de las personas es como se conocen los lugares.
Hace bien poco he tenido la oportunidad de viajar a Dakar por trabajo (es la primera vez que me pasa algo así). Dakar es una ciudad que conozco poco, pero que conozco, si bien la ultima vez que estuve allí me pareció bastante similar a otras capitales del África Occidental en las que he estado antes: ruidosa, sucia, contaminada y, a muchos niveles, bastante estresante.
Sin embargo, esta vez he podido tener un poco más de tiempo para descubrir y repensar esta ciudad, y creo merece la pena contarlo bien. El ambiente en Dakar siempre está algo cargado cuando llegas, el calor se deja notar y la humedad es bastante atosigante. No obstante, Dakar cuenta con la facilidad de ser una ciudad puente entre el norte árido de África y el ecuador tropical. En otras ciudades como Accra o Abiyán esta humedad se convierte en una pesada mochila con la que hay que cargar hasta que uno se acostumbra. Dakar sin embargo ofrece un aire húmedo propio del sur de España o de las Islas Canarias, ciertamente más fácil de sobrellevar.
La primera aventura comienza nada más bajar del avión. Dakar se ha desarrollado rápidamente en los últimos años. Las carreteras poco tienen que ver con las sendas sin asfaltar y pobladas por vendedores y animales de hace años. Hoy en día Dakar se parece más a una ciudad cosmopolita. El aeropuerto de Dakar-Yoff Leópold Sédar Senghor se quedó anticuado para el nuevo estilo de vida de la gran capital de Senegal y el gobierno invirtió muchos esfuerzos en dotar a Dakar de un gran aeropuerto internacional moderno. El problema (o la oportunidad para los taxistas) es que este nuevo aeropuerto está situado a 54km de la capital y las nuevas carreteras que llevan hasta la ciudad son autopistas de pago, lo cual es comprensible pero una limitación para los locales y transportistas.
Montarte en un viejo Peugeot 405 de 1989 pintado de negro y amarillo es una experiencia que es tan senegalesa como hacerte con un buen plato de maffé (un guiso de pollo con cacahuete muy típico de Senegal). Discutir el precio para llegar a Dakar es otra aventura en sí misma no apta para cardíacos. Nunca he sido muy fan del regateo, pero si eres un occidental saliendo perdido por la puerta del aeropuerto Blaise Diagne es bastante comprensible que traten de sacar el máximo partido de ti, tal y como se ha hecho en todas partes del mundo con el turista, el viajero o el extranjero. El secreto está en ser comprensible, tener paciencia y ser muy consciente del valor de las cosas. Hablar francés y poder entablar una amable conversación con la gente ayuda bastante a separarse del estigma de ser “el de fuera”.
Tan pronto como empiezas a aproximarte a Dakar, te das cuenta de que no es la típica estampa africana que las películas americanas nos han vendido. Esta ciudad es radiante y vibrante, llena de color y distintos restaurantes, heladerías y negocios. La gente anda por la calle, haciendo vida incluso bien entrada la noche. La sensación de caminar por Dakar por la noche se parece bastante a una incómoda percepción de estar perdiéndose muchas cosas, pero con la tranquilidad que da pasear por la costa escuchando el mar. Mi taxista llamado Ousman me ha contado muchas cosas sobre Dakar y ha repetido en varias ocasiones cuanto ha cambiado todo, que la ciudad es diferente pero la gente no. Es la gente la que ha mantenido muy vivo el espíritu de esta ciudad, incluso ante la tremenda transformación en la que está sumergida.
Ousman es taxista para distintos hoteles y sabe francés e inglés a la perfección. Es algo que siempre me ha llamado la atención, la gente en muchas partes de África está muy preparada para el mundo moderno y si les faltan oportunidades es por que el mundo no se las da. Una de las cosas que más me ha llamado la atención de Ousman es que también chapurrea el español y al preguntarle la razón, caí en la obviedad de mi pregunta. Senegal ha sido muchas veces la entrada a África de un enorme volumen de turistas, especialmente británicos y franceses, pero también de muchos españoles.
Las palabras de Ousman me dieron algo en lo que pensar durante la primera noche en Senegal. Al principio siempre me cuesta dormir por la humedad y el calor, pero de alguna forma u otra siempre merece la pena. Muchas veces no nos damos cuenta de que el turismo es una herramienta de las Relaciones Internacionales y también atiende a la condición hereditaria del colonialismo. La razón para que las personas de este país hablen tal idioma o conduzcan Peugeot y reposten en Total (el gigante francés del petróleo) se deben exclusivamente a razones histórico-políticas.
Pero muchas veces no somos conscientes de que este mundo lo hemos diseñado para nosotros mismos, sin tener en cuenta las vicisitudes de la idiosincrasia local. Esta es quizás una de las cosas más llamativas de pasear por alguna ciudad de África Occidental. Es prácticamente imposible ser ajeno a aquello que delata quien fue el colonizador de este u otro sitio.
Sin embargo, quiero destacar que estas imágenes sirven más para denunciar el choque al que se enfrentan las sociedades africanas al tratar de construir su identidad sin romper con el orden establecido (por no decir impuesto). Estos hercúleos esfuerzos han dado lugar a algunas de las mayores riquezas culturales del mundo. La forma en la que las sociedades colonizadas (ya sea en Senegal, Mozambique, Brasil o Colombia) han respondido a la imposición de una cultura exógena ha dado como resultado la hibridación cultural, la toma de elementos concretos de ambas realidades para dar algo nuevo, algo único. Senegal está lleno de estos contrastes y es un país con una cultura gastronómica, musical, artística y juvenil muy rica.
Dando un paseo por la Route de la Corniche, una calle larga que recorre casi toda la ciudad bordeando la costa desde Ngor hasta Plateau, uno se puede dar cuenta de esta tensión entre la tradición y la modernización que sufre la ciudad. Las tradiciones y prácticas más rutinarias de la cultura senegalesa han abierto espacios para acoger todo lo que la globalización les ha ofrecido. La gente todavía comparte los taxis, algo que, a mi parecer, se ha perdido en la cultura occidental, mucho más individualista. Los motores Yamaha fuera borda son instalados en las barcazas de madera que todavía hacen a mano artesanos de tercera generación y los banqueros del Banco Central de los Estados de África Occidental se paran a saludar a las personas mayores que venden pescado cerca del Marche aux Poisson, el centro neurálgico de la compraventa de pescado en Dakar.
Si andamos la Route de la Corniche hacia la región de Ngor, podemos encontrarnos con la zona que tradicionalmente ha albergado a la diplomacia y las personas con mayor poder adquisitivo de Senegal. Una de las curiosidades de Senegal es que esta escisión entre ricos y pobres que tan impactante es en casi la totalidad del continente, en Dakar se diluye poco a poco. La zona de Ngor se caracteriza por ser el destino preferido por los deportistas y los surferos. Es absolutamente imprescindible pasarse por la Corniche entre las 5 y las 7 cuando la caída del sol invita a la gente a salir de casa y practicar deporte.
El gobierno de Senegal se ha esforzado mucho por aportar un valor añadido a la ciudad en materia de política pública y entre ellas se encuentra el intento por mejorar los espacios de ocio y deporte. Toda la Corniche está bañada en instalaciones públicas para ejercitarse, con multitud de zonas multiuso con barras y porterías donde la playa es el campo deportivo. Me pregunto si en España funcionaría una medida como esta. El caso es que no solo está plagada la zona de espacios deportivos, si no que la cantidad de senegaleses que hacen uso de ellas es impresionante.
Grupos de personas, probablemente de entre 10 y 50 personas los más numerosos, se ejercitan juntas en la playa haciendo uso de las instalaciones que el gobierno, en colaboración con según que donante (China, Brasil, Turquía…) han desarrollado por la Corniche. Al llegar a la Corniche des Almadies comienza a sucederse el número de surfistas que van y vienen de las playas de Dakar y aunque el oleaje no es excesivo parece bastante divertido ver a los surfistas retar a las olas atlánticas que chocan con la costa senegalesa.
A la caída del sol, la ciudad se transforma por completo y la gente joven comienza a salir de las casas y los trabajos para pintarle una sonrisa a la noche senegalesa. Mis anfitriones han sido otros españoles que viven y trabajan en Dakar ahora mismo y en cuanto acabamos de cenar ya le estaba sonando el teléfono a uno de ellos. La gente en Senegal tiene una percepción bastante particular de la amistad, probablemente alentada por las nuevas tecnologías. Si tienen la ocasión y de alguna forma llamas su atención, casi con toda seguridad te pedirán el número de teléfono. Además, es probable que contacten contigo a menudo incluso para cosas tan nimias como preguntarte por tu día o la familia. Es poco probable que pueda comprender las raíces del porqué, pero para mí es una forma de expresar una necesidad cultural como es preguntar a la gente que conoces y que te rodea: ¿Qué tal?
La primera parada de nuestra salida nocturna nos lleva al Hotel Novotel de Dakar. El hotel había organizado una exposición de moda y arte local. Me gusta imaginar que muchos de aquellos que lean esto pensarán en arte y moda africana, con sus máscaras, telas de colores y música local. Nada más lejos de la realidad. Como he expresado con anterioridad Dakar es una ciudad en auge y la población más joven ha reinventado la cultura local en favor de una visión más moderna de su propia identidad. En esta celebración, las rastas se entremezclan con el cuero, las camisas tipo años 70, una notoria influencia de la moda asiática y un aire de parisiene avantgarde.
Tras la clausura de este espacio, fuimos a una pequeña discoteca donde según mis acompañantes suena la música de baile de Senegal. Me parece muy curioso que este sitio se llame Silencio Club ya que es de todo menos silencioso. Es vital hacer una parada en alguno de los locales donde la gente joven sale a divertirse en Dakar. La forma en la que la música suena, la gente bebe y baila es como si las normas no existieran y pudieras desafiar incluso al tiempo y las leyes de la física. Existe una energía muy especial cuando la gente en Dakar se divierte. Hay algo en la atmósfera que te atrapa y te invita a bailar, da igual que seas vergonzoso o no te guste, no disfrutar no es una opción.
No obstante, también existe todavía el Senegal más tradicional, donde la forma de vivir se basa en trabajar la tierra, aunque ya no sea para la subsistencia de la comunidad si no para vender su producto a grandes multinacionales por precios irrisorios. Entre las ideas y venidas por Dakar conocí a Ibrahima Diallo, un jornalero de las afueras de Dakar que me insistió en ir a ver la plantación de mangos en la que trabaja y a conocer a su familia y amigos.
El sitio en cuestión se encuentra en Popenguine, un pueblo a las afueras de Dakar camino a M’Bour, en la costa occidental de Senegal. La tierra de Senegal es muy rica en hierro y eso le da el naranja rojizo característico que tiene la región. Esta árida y tosca tierra es en realidad muy fértil debido a los fosfatos que contiene. La zona que ocupa todo el Sáhara y las zonas adyacentes es una de las principales fuentes de este nutriente básico para la vida de la flora. Hace poco leí en un artículo que las características de la biodiversidad amazónica se deben entre otras cosas a los fosfatos que el polvo africano transporta gracias al viento. En cierto modo esto me recuerda que todo está conectado; la tierra roja que acoge los mangos de Popenguine ayuda a crear la riqueza biológica que puebla una tierra a más de 2000 kilómetros.
La gente en Senegal es muy acogedora y en cuanto llegamos a la plantación nos estaba esperando todo el mundo, teléfono en mano. Habían preparado bebida para todos, agua, zumo de bissap, una bebida de un hibisco que crece en Senegal y que le da su característico color rojo, y zumo de baobab (mi favorito). Después de presentarnos, Ibrahima y los demás nos enseñaron las instalaciones y nos contaron las vicisitudes de la floración y la recogida de los mangos y papayas que plantan. Las necesidades y cuidados que requieren estas plantas son innumerables. Aproximadamente unas 40 personas trabajan esta plantación y lo hacen durante todo el año y 7 días a la semana. La relación que une a estas personas con esta tierra es muy fuerte.
El hecho de trabajar la tierra es un pacto íntimo entre esa persona y las fuerzas de la naturaleza que la controlan. Es algo que cada vez menos personas entienden ya que si en Popenguine hoy se necesitan 40 personas, mañana serán 20 para algún día ser menos de 10. Los bajos réditos de la exportación de productos naturales y la irrupción de nuevas tecnologías van socavando poco a poco la importancia de la tierra para las personas y las comunidades. Esa es, quizás, la razón de la pérdida de la espiritualidad y la sensación de comunión con la tierra que se da en sociedades más “modernas” y “avanzadas”.
Mi estancia en Dakar ha sido muy corta. Siempre que puedan les recomiendo quedarse un tiempo en el mismo sitio, descubriendo los detalles que tienen las ciudades y las personas en cada lugar. Aun así, Senegal es un país que te enseña más de lo que jamás podrías llegar a aprender. Cada conversación y cada paseo ha supuesto aprender algo nuevo, disfrutar un poco y sentir que uno está más completo. Por eso, le escribo esto a este rincón tan especial de la tierra, por si algún día tú también vas, y si le ves, dile que me acuerdo de él.
UNA CRÓNICA DE ÁNGEL ÁLVAREZ DE LARA
Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos (UAM)
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