La Unión Europea se extiende más allá de lo que a veces nos damos cuenta: además de las Azores y las Canarias, existen otras islas repartidas por el mundo que, al formar parte de uno de los 27, son territorio europeo. Tal es el caso de Guayana Francesa, Guadalupe, Martinica, Reunión, San Martín y Mayotte, pertenecientes a Francia.
La primera vez que oí hablar de la isla que sería mi hogar durante seis meses fue durante la entrevista por Skype que, ni tres semanas más tarde de acontecer, me enviaría a las Antillas caribeñas. Unos meses atrás, había mandado una solicitud a través del programa Interreg Europe (programa de la UE que se basa en el desarrollo interregional) para un puesto en Guadalupe. Al contactarme, me dijeron que mi perfil encajaba más con lo que ofrecían para Martinica. Y allá que me fui, teniendo como único contacto en ese momento en la isla a la que sería mi jefa.
Llegué a principios de noviembre de 2019, sabiendo de la isla poco más de lo que una lectura a la Wikipedia me pudo decir. En el aeropuerto me esperaba mi jefa. El proyecto en el que me enmarqué recibía el nombre de ELAN, y aspiraba a crear una red de intercambios de estudiantes y profesores en el Caribe, siendo relativamente similar al programa Erasmus europeo. Cuando llegué ya había algunas conexiones hechas con el Caribe anglófono y francófono, y una de mis misiones era abrir vías de colaboración con la parte hispanófona de la región.
Mi oficina se situaba en el rectorado de la universidad de Martinica, lejos de las concurridas facultades. En el departamento en el que estaba el ambiente era mayoritariamente femenino y muy tranquilo. Eso fue el primer gran choque cultural que experimenté: la tranquilidad. Lo primero que me enseñaron a decir en criollo, lengua autóctona de la isla, fue “pani pwoblem”; “no hay problema”. Me atrevería a decir que es la frase más utilizada en la isla.
Puede sonar a cliché decir que, en una isla, y más aún en el Caribe, se vive diferente, pero no deja de ser menos cierto. Martinica ronda los 400.000 habitantes, distribuidos en 1.100 kilómetros cuadrados, aunque la mayoría de la población se concentra en la capital, Fort de France. Esa tranquilidad también se traducía a que, a pesar de existir horarios de autobús, estos resultaban ser un mero reflejo o deseo.
Cada mañana tomaba un ferry (que sí era puntual) que me llevaba a la capital, donde tenía que esperar al autobús que me acercaba al rectorado. A veces esperaba cinco minutos, otras más de una hora. Nunca se sabía.
Me llamó mucho la atención el contraste entre la vida en la universidad y lo que se veía en las calles. Sobre todo, en la zona en la que vivía, al sur, en una playa bañada por el mar Caribe, el ambiente era de una mayoría aplastante masculina. Había mucha vida en los chiringuitos, donde dos o tres camareras servían incesantemente ti punch [1] y cerveza a muchos hombres.
Al llegar y sin pretenderlo, me convertí rápidamente en el foco de atención: mujer, blanca, y encima, con un fuerte acento al hablar francés. Varios tíos trataron de ligar conmigo. En mi barrio todavía tenía un pase porque me conocían, pero me pasó más de una vez estar por la ciudad, con los cascos y ocupándome de mis asuntos, y que se me acercaran tíos con la actitud de que tenían derecho a hablarme. Una vez, uno de ellos hasta me gritó y me insultó después de decirle, quizás demasiado amablemente, que no quería hablar con él.
Creo que es fácil caer en la trampa de romantizar el viajar, pero quiero recalcar que mi experiencia mudándome a un territorio totalmente desconocido habría sido muy diferente siendo hombre. Perdí la cuenta de las veces que me preguntaron qué hacía tan lejos de mi casa sola. La de veces que algún extraño que actuaba como si tuviera algún derecho hacia mi persona me hizo sentir incómoda. Pero el golpe que me hizo darme cuenta de lo vulnerable que era fue descubrir, poco a poco, que prácticamente todos mis conocidos tenían armas de fuego. A partir de entonces tuve más cuidado, y la suerte fue mi compañera de viaje más fiel.
Debido al inicio de la temporada alta de turismo en enero (muchos franceses huyen del invierno yéndose a las playas paradisiacas de Martinica) tuve que mudarme de mi encantador apartamento a escasos metros de la playa e irme a un barrio de la capital. Sin embargo, mi nueva casa estaba mucho menos conectada con transporte público a mis lugares frecuentes, por lo que comencé a hacer mucho autostop (disclaimer: no me pasó nunca nada malo, pero no es algo que recomiende en Martinica).
Es curioso pensar cómo en estancias en el extranjero, se afina el sentido de supervivencia (o de pensar menos en ella, en mi caso) y acabamos haciendo lo que ni se nos pasaría por la cabeza en nuestro país. Cuando en la universidad se enteraron de que me movía mucho con autostop, una de mis compañeras me instó a prometer que lo dejaría de hacer. Pero no me ofrecieron ninguna alternativa, y yo seguí moviéndome a dedo.
También caminé muchísimo por lugares para nada peatonizados. Recuerdo una noche en la que el propio Google Maps me guio por el cauce seco de un torrente en medio de la selva. Llegué a mi destino, aunque tuve muchas dudas a lo largo del camino.
Algo indudable de Martinica es su exuberante belleza. Con playas de arena negra de origen volcánico en el norte, playas blancas en el sur y selvas tropicales, ofrece una de las combinaciones de paisajes más hermosas que he visto.
Martinica fue un lugar con un gran número de esclavos que se dedicaban principalmente a la plantación de azúcar. Este pasado no ha sido olvidado por la población martiniquense, compuesta por un 90% de población afrodescendiente o mestiza. Me llamó la atención que se referían a Francia como la “metrópoli”, algo que evoca el periodo de las colonias. Martinica pertenece a Francia desde 1635. Su relación con la metrópoli no era del todo buena. A pesar de que sí que reconocían las ventajas de formar parte de la Unión Europea, por lo general se notaba mucho descontento con las directrices de París. Esto ha podido verse recientemente en Guadalupe y Martinica, donde un significante porcentaje de la población se oponían a la obligación de vacunarse contra la COVID-19. Eso sí, las huelgas las hacen al puro french style: paralizando toda la isla en ocasiones. Más de una vez no pude llegar presencialmente al trabajo por ausencia de ferris o autobuses. Los días de huelga o tormenta empezaban igual: con mi jefa llamándome para que trabajara desde casa.
Al ser departamento francés, los martiniquenses eligen diputados y senadores, pero Francia les envía un prefecto designado por el gobierno central. La independencia ha sido reivindicada en varias ocasiones. En 1999, Guadalupe, Martinica y Guyana firmaron la declaración de Basse-Terre para ganar mayor autonomía interna. Parece que, a raíz de las protestas contra la vacuna obligatoria y las consiguientes huelgas, ha vuelto a reavivarse el fuego independentista. Sin embargo, la impresión que me llevé yo fue que muchos estaban contentos de formar parte de la Unión Europea más que de la metrópoli en sí.
Debido a mi estancia interrumpida por algo de lo que no sé si habréis oído hablar, el coronavirus, no llegué a visitar las islas vecinas de Santa Lucía y Dominica. No obstante, quiero citar a un amigo de allí: “Santa Lucía es tercer mundo. Martinica también, pero con dinero europeo, así que no se nota tanto”.
Como a tantas otras personas les pasó, en marzo de 2020 fui repatriada a España, sin tiempo para despedidas ni reflexiones ni cierres de capítulo. Dos años después, puedo decir que esta fue una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. No fue todo bonito, ni seguro, ni como había imaginado, pero volvería con los ojos cerrados y el pulgar levantado.
A plus, Madinina.
[1] Cóctel típico de Martinica, lleva ron, azúcar y lima.
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