“Que Dios haga quemar eternamente al padre que te engendró, judío”.
PUM.
¿Cómo te quedas?
No es la mejor bienvenida que puedes esperar de un país que puebla tus fantasías, desde luego. No obstante, en 1883 era este el “saludo” que les deparaba a los viajeros que se internaban en las tierras más inhóspitas, inexploradas, bárbaras e incivilizadas gobernadas por Dios. O por Allah, mejor dicho.
Hagamos un ejercicio de imaginación sencillo: estamos en el siglo XIX; eres un hombre joven, mujer no, por supuesto, jamás podrías hacer lo que estás a punto de hacer. Eres militar, cristiano, hijo de una de las familias más ricas y poderosas de Francia. Quizá por eso eres ciertamente libidinoso y te toca las pelotas que te den órdenes. De hecho, eres tan vicioso, glotón, borracho, jugador e inmaduro que tu familia decide intervenir y evitar que despilfarres todo el patrimonio, colocándote bajo tutela y asignándote un dinerillo modesto cada mes. Beneficios de la alta burguesía, claro.
En aquel momento, Francia todavía está asegurando su posición en el norte de África, y una revolución en Argelia te obliga a viajar por primera vez al continente junto al ejército, como soldado. Allí, quedas “drogado por el opio del desierto” (no sabemos si literalmente), y surge en ti una fascinación difícilmente explicable por los kabileños, un grupo étnico que habita la región con marcadas diferencias respecto a los árabes.
Tus colegas empiezan a murmurar y se les asoma la sonrisilla esa de: “este es el loco ricachón del que hablan”. A ti más bien te la pela, y empiezas a estudiar con gran curiosidad las instituciones y la organización social de aquel misterioso pueblo, contemplas sus ritos preislámicos, costumbres y riqueza lingüística, de forma que quedas completamente flipado.
Pasan unos meses, la revolución se apacigua un tanto y tú vuelves a Francia ya un poquito cambiado. Quieres volver a Argelia y estudiar más a esas gentes, pero no te dejan, y al no poder viajar ni como militar ni como civil, dimites. ¡Hola nueva vida! Pero literal; se te va la olla y decides viajar a… ¡Marruecos!
Hagamos un pequeño aparte en nuestro ejercicio de imaginación. Es 1880 y Francia es una de las mayores potencias mundiales, habiendo colonizado Argelia en 1830 y a puntito de desplegar su control sobre Túnez, que llegaría en 1881.
Sin embargo, Marruecos era harina de otro costal. Es un país impenetrable, misterioso y realmente peligroso para un cristiano. Apenas se sabe nada de su geografía, limitada al norte y a los territorios bajo control del Sultán, que son los reinos de Fez, Meknes, Marrakech y sus zonas de influencia. El resto del país es una mezcolanza de poderosas tribus, famosas por su intolerancia, bandolerismo y continuos alzamientos y enfrentamientos entre sí.
En resumen, viajar ahí está jodido. Y por si no lo habíais pillado: Not Cristians Allowed.
Pero volvamos a nuestra historia. No estás acostumbrado a no salirte con la tuya, así que aprovechas ese impulso que te guía para prepararte concienzudamente para el viaje y te trasladas a Argel. Tu familia empieza a preocuparse seriamente por tu salud mental, pero vistas que tus intenciones son firmes, optan por el mal menor de financiar tu expedición, las clases de idiomas y el pago del guía.
Ahora bien, realmente algo ha cambiado en ti. Quizás estés madurando y un gran deseo de realización personal se adueña de tu mente como el Espíritu Santo. Te impones un proceso de purificación física y espiritual, y te adentras en los misterios de la Biblioteca de Argel asesorado por el anciano bibliotecario Oscar MacCarthy y por el experto barón de Motylinski. Lees absolutamente todo lo que se ha escrito sobre Marruecos, aprendes árabe, hebreo y bereber y empiezas a llamar la atención sobre la realidad de un sueño inalcanzable. Tanto, que tu viaje contará con el apoyo de las sociedades geográficas de Francia y Argelia. La peli está escrita.
Lo has conseguido, estás preparado…pero te falta algo indispensable: un guía y, por supuesto, un disfraz. El rabino Mardoqueo Abi Serur será quien te acompañe en tu periplo, que ya tiene un destino: Aqqa, la aldea de donde procede Mardoqueo, en el sur de Marruecos. En ese momento podría ser Marte y estar más cerca. ¿Y el disfraz? Ajá, tema peliagudo. De buena tinta sabes, gracias a numerosos musulmanes marroquíes y a los principales exploradores europeos que han vuelto para contarlo, que hay buenos motivos para dudar a este respecto. Todos recomiendan viajar disfrazado. En Marruecos solo conviven dos religiones, el Islam y el Judaísmo.
Las opciones son mínimas, pero debes ser a toda costa de una de ellas. Pero, ¿por qué?
Hagamos una nueva incursión en la realidad del Marruecos que estamos imaginando. En 1884, el país se divide en dos partes: una sometida al poder del Sultán (blad el – makhzen), donde un europeo podía circular libremente y con relativa seguridad. Otra, mucho más extensa, y habitada por esas tribus independientes e insurrectas (blad es – Sîba) donde nadie viajaba sin compañía armada y donde un europeo solo podría entrar disfrazado.
Eso implicaba que prácticamente todo el país estaba vetado a los cristianos, y aquellos que entraron corrieron un gran peligro. Aunque en siglos pasados la intolerancia era mucho más patente y agresiva que hoy en día (bueno…), este odio no era causado por el fanatismo religioso, sino por un sentimiento mucho más pragmático. ¿Qué puede estar haciendo ese extranjero en MI tierra, tomando notas sin parar y con más bártulos encima que el Inspector Gadjet? Solo puede ser un espía, un invasor. Alguien que viene a privarles de su adorada libertad, y como tal, se lo cargaban.
¿Acogedor, verdad? Sigamos.
El motivo de tu viaje es la exploración de Marruecos, especialmente aquellos lugares que jamás ningún europeo ha visitado ni cartografiado, así como el estudio de los nativos y sus costumbres. El disfraz de musulmán tiene unos inconvenientes que te aterran. ¿Cómo pasar desapercibido con tantos semejantes alrededor? Cualquier desliz en alguna de sus costumbres, celosamente observadas, te pondría en evidencia y llevaría al traste con la investigación. Así pues, la mejor opción es asumir el atuendo judío. Solo rebajándote a tan pobre y despreciada existencia tendrías alguna posibilidad.
Todo decidido. Te encasquetas el bonete negro, te dejas crecer unos bonitos y convincentes nuâder (1) y te embarcas en la mayor aventura de tu vida.
Es hora de descubrir la liebre. Esta persona cuya vida has imaginado es ni más ni menos que el vizconde Charles de Foucauld. A pesar de sus azarosos inicios como soldado, Foucauld se convirtió en uno de los mayores exploradores de nuestro país vecino, y resultó ser una figura genial y tremendamente polémica.
A los 25 años y después de 11 meses de viaje, recorre 4.000 kilómetros, siendo 2.250 totalmente desconocidos para los geógrafos de la época. Determinó 45 longitudes y 40 latitudes, y apuntó en sus cuadernos celosamente más de 3.000 altitudes donde antes apenas se conocían los contornos de las montañas. En el Gran Atlas pasa largo tiempo, maravillado ante las tribus tamazight y descubriendo varios puertos para franquear la cordillera y acceder a un gran Sur donde se despliegan el desierto y parajes que ningún otro científico había vislumbrado antes.
A su regreso a París, Foucauld fue galardonado con la medalla de oro de la Sociedad Geográfica Francesa, y allí comienza a escribir las memorias de sus viajes. Sin embargo, el viaje ha transformado de forma completa al vizconde. Su conocimiento del Islam y la profunda religiosidad que ha conocido en Marruecos lo guiarán a una búsqueda continua de Dios, en la que integrará elementos fervientemente cristianos con textos y prácticas aprendidos del Islam. Hoy en día, se conoce ampliamente su obra espiritual, habiéndose perdido en parte el éxito de su obra etnográfica y lingüística. De hecho, fue nombrado Beato por la Iglesia Católica en 2005.
Marrakech, Marruecos. Un caluroso 1 de agosto de 2019
Han pasado 134 años de la proeza del amigo Foucauld. Desde Madrid, el avión ha tardado apenas 3 horas en cubrir la distancia hasta la antigua capital del reino que visitó el vizconde francés. Para más inri, el pasaje me ha costado 30 euros.
Es de noche y salgo del aeropuerto que está a varios kilómetros de la ciudad. Decenas de taxis pugnan por mi atención, pero no les hago caso. La noche es agradable y me apetece desentumecer las piernas, así que decido ir dando un paseo. Hasta ahora, nadie me ha preguntado si soy cristiano. Mientras me acerco, el aire cálido trae un olor acre a quemado que se me mete hasta el fondo de la nariz. No se ve humo, pero huele a pelo chamuscado.
Mientras camino, veo rastros de sangre y pieles putrefactas en torno a algunos cubos de basura. El hedor se incrementa hasta límites insospechados. Con la bilis en la garganta, veo dos pezuñas que sobresalen de un contenedor. ¡Claro! Es Aid – El- Adha, la ¡Fiesta del Cordero! El día en el que Marruecos se convierte en una gran barbacoa.
Ya se ven las puertas que se abren en la muralla. Pienso que el bueno de Charles habría matado por ver algo así, por acercarse de noche y observar las estrellas desde la calle, y no encerrado en una mellah (2) tomando notas como un loco. Nadie me ha prestado atención en el camino; no me han perseguido, ni asaltado. Marruecos ya no guarda sus secretos con celo milenario, sino que los promociona en grandes ferias. Marrakech es el lugar más visitado de África.
No puedo no pensar con cierta nostalgia en aquellos tiempos. Esos en los que viajar se convertía en una proeza extraordinaria reservada a los seres más tenaces, a los más locos y valientes. Aquellos que contemplaban lugares y personas con inquietud reverente, maravillados ellos y ellas sabiéndose cómplices en la búsqueda del conocimiento humano, descubridores de un universo infinito.
En los siguientes 25 días recorrí más de 2.000 kilómetros por rutas de aquel país que, hacía tan solo 134 años, no aparecían en los mapas. Crucé los puertos del Atlas como Foucauld, ascendí algunas cumbres, me bañé con agua en el desierto, conocí a los moradores de las montañas y disfruté de su hospitalidad infinita. El vizconde lo hizo a pie, a caballo o en mula, disfrazado y cargado con brújula, reloj, barómetro y fusil, pistola y puñal.
GRACIAS Charles, porque conseguiste algo inimaginable. Creaste los mapas que yo, y tantas otras personas, seguimos. Pero tu mayor obra fue más allá: creaste sueños que se pueden cumplir, y generaste un puente entre culturas enemigas. Una de las reflexiones más interesantes de su Viaje a Marruecos (1883-1884 ) (3) es acerca de los hadjs (4). Dice así:
“Yo ya había notado (…) que los hadjs eran por lo general más educados y afables que los demás musulmanes. Erróneamente se piensa, a veces, que vuelven de La Meca más fanáticos e intolerantes de lo que eran; sucede lo contrario: su largo viaje, que los pone en contacto con los europeos, les hace ver, primero, que estos no son los monstruos que les habían pintado; se sorprenden de no encontrar hostilidad entre nosotros y lo agradecen; en segundo lugar, nuestros vapores y nuestros ferrocarriles los dejan admirados; a su vuelta, lo que ocupa su mente no es el recuerdo de la Kaaba, sino el de las maravillas de los países cristianos (…). Casi siempre, la Peregrinación, al contrario de aumentar su fanatismo, los civiliza y les abre las mentes”. (5)
Quizá no se daba cuenta Charles de que donde las dan las toman, y que expone un fiel reflejo de la situación contraria. Aun hoy nos condenamos sin más al fuego eterno del odio y la discriminación, asentada en ideas erróneas, falacias y esa vieja antipatía de raza que alimenta la superstición. Sin duda, la conclusión es la misma: viajar nos hace libres.
Mario Marty.
(1) Los nuâder son dos largos mechones de pelo que los israelitas marroquíes se dejaban crecer junto a las sienes.
(2) Barrio judío en árabe
(3) FOUCAULD, Charles. Viaje a Marruecos 1884-1885. (2001)
(4) Musulmán que ha peregrinado a La Meca
(5) (Foucauld, 2001)
Comments