Esta no es una crónica de viaje al uso, tampoco un reportaje o una historia de vida. En este relato quiero hablar de las mujeres colombianas. Y no os voy a mentir, no sé por dónde empezar ni quiero haceros pensar que vais a encontrar una historia feliz.
Preparen su estómago porque hoy van a leer la realidad de un país que minusvalora a sus mujeres hasta límites insospechados, mientras que a la vez se da una importancia irracional a la idea de tener una mujer (o más de una) dentro de los círculos sociales, familiares y laborales.
Lo primero de todo es que hay que entender mi relato desde la perspectiva de una extranjera que llega a un país hermano, pero diferente. Nada de lo que os cuente será totalmente verídico porque es la manera en la que yo interpreto, gestiono y cuento mi manera de ver el mundo.
Colombia es el país más multiétnico en el que he estado nunca, también es el país más diverso a nivel cultural, natural, lingüístico, racial, tradicional, culinario y social que he conocido.
Sería una tontería negar que no es un país peligroso, un país donde hay que desconfiar de las dinámicas, donde la información vale oro y las personas se mandan mensajes con la mirada, sin hablar directamente ni llamar a las cosas por su nombre. Y es que en este país cuesta mucho llamar a las cosas por su nombre.
He estado viviendo en lugares en el que una encuentra ‘normal’ salir a comprar empanadas para desayunar tras una noche de tiros y muertos en la cuadra de al lado.
Al principio no es normal, obviamente para mí no lo era, ni lo es… Aunque el ser humano se acostumbra a todo. Pero quédense con esta idea de la “normalización de la violencia” para intentar comprender la historias que vienen a continuación.
Las noches en el río San Juan
Trabajo en un proyecto de acción humanitaria y me ha tocado en ocasiones introducirme en el bajo San Juan, al oeste del país, para cubrir talleres de fortalecimiento a mujeres artesanas. Podría pararme ahora a explicar lo bello del paisaje, pero ni mil palabras podrían hacer justicia de la hermosura del lugar.
Esta zona de ríos que desembocan en el mar Pacífico está viviendo un conflicto difícil de entender y de explicar. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) es la guerrilla más fuerte que controla la zona, donde comparten espacio con más de una decena de grupos armados, de narcotráfico y empresas ilegales que explotan zonas mineras en territorio indígena.
Los cultivos de marihuana, coca y los laboratorios de químicos que la producen se esconden en la selva lejos de las miradas indiscretas de las lanchas que navegan el amplio cauce.
La mayoría de las veces son las propias comunidades indígenas y afro las que cultivan droga, pero esta es otra historia larga complicada de explicar y en la cual no quiero entrar, ya que es difícil no empatizar con estas personas cuando el dinero que se gana vendiendo papachina o plátano no es nada comparable con el de cultivar coca. Y este es uno de los infinitos embrollos que explican la violencia en Colombia.
En este río inmenso que recorre los departamentos del Chocó y Valle del Cauca conocí a unas mujeres artesanas que tenían una comunidad preciosa. Ellas son indígenas wounnan y su trabajo vale millones, pero lo venden por un precio irrisorio porque no hay mucha gente que pare por esos lares.
El trabajo que íbamos a hacer era para empoderar, ayudarles a formar un grupo de artesanas empresarial, acompañarles en el proceso de darse de alta en la Cámara de Comercio de Colombia y animarles a crear un catálogo de artesanías con un precio justo para sus trabajos de chocolatillo, wérregue y chakiras.
Durante los talleres había algo que siempre me sorprendía: la presencia de varios hombres controlando el desarrollo de la jornada. El taller era para mujeres, pero ellos insistían en estar presentes siempre. Yo nunca le puse problema ya que en un principio pensaba que los hombres artesanos tienen el mismo derecho a empoderarse que las mujeres.
Pero ellos no estaban allí para colaborar ni aprender: unos bebían cerveza, otros miraban el móvil, otros dormían… Las sesiones avanzaban aparentemente normales hasta que tocaba ponerse de acuerdo y organizar un liderazgo dentro del grupo para firmar documentos, tomar la iniciativa, custodiar el dinero del presupuesto y nombrar portavoces…
Recuerdo un día que, de la nada, uno de los hombres que allí se paraba a vigilar se levantó para intervenir en la reunión: “ellas no pueden poner su nombre como gestoras del grupo, ellas no saben lo que es organizarse, hacer un presupuesto o contar dinero, es demasiado para ellas, nombremos como líder al Gobernador (1) para estos temas”, dijo sin tapujos, como si no hubiese estado atento en todas las reuniones anteriores donde las mujeres trabajaban sin límites.
Más de veinte mujeres le escuchaban calladas, sin levantar la mirada del suelo ni replicar aquel comentario. Todas habían demostrado capacidades de liderazgo, de gestión de cuentas y de… ¡Joder! (perdónenme la expresión), básicamente coordinaban las dinámicas de la vereda, alimentaban a los hombres, niños, niñas y ancianos, limpiaban la ropa en el río, salían a pescar, vendían artesanías y trabajaban en los cultivos para conseguir dinero y mantener al resto del pueblo.
Dinero que daban a los hombres que, a su vez, se lo gastaban en un 90% en cerveza, ron y viche. Sí, en esta zona el alcohol es un tema que impresiona, pero no son las mujeres las que se emborrachan a diario.
La idea de que un grupo de mujeres artesanas tuviera un presidente hombre, un secretario hombre y un tesorero hombre me daba urticaria. Y costó mucho hacerle entender este mensaje al señor vigilante (que, por cierto, decía ser el panadero de la vereda, pero no tenía local y se la pasaba borracho cinco días a la semana). Finalmente lo conseguimos, y la sesión se zanjó cuando este señor dijo “vámonos ya, que mis compañeros se están bebiendo toda la cerveza y me van a dejar sin nada”.
Y así se acabó ese día la capacitación. Ninguna de ellas se iba a disfrutar de la fiesta, podrían haberse quedado más rato organizándose. Pero si el vigilante abandona la sala, todas debían irse a casa a seguir con sus quehaceres… (2)
Viajé tres veces a esta vereda y me costó mucho entender el empoderamiento subterráneo de estas maravillosas mujeres. Al principio sentí que estaba viviendo en un mundo impresionantemente injusto, que ellas no podían expresar sus derechos abiertamente y que vivían bajo un yugo propio de la mismísima Inquisición, el patriarcado europeo se quedaba lejísimos de esta mierda.
Pero más tarde comprendí que, a pesar de que es cierto lo que comento, dentro de esas dinámicas ellas lo controlan todo. Ellas manejan todo y, aunque los hombres crean que son ellos los máximos gestores y protectores, no podrían dar un paso sin el apoyo ni la inteligencia de las mujeres de la vereda.
A nivel social esto me tranquilizó. “Bien”, pensaba para mis adentros. “Las cosas son muy distintas a lo que tú estás acostumbrada, pero las mujeres, las madres, las hermanas, siempre hemos sido inteligentes y a veces el silencio otorga una sororidad común que las mantiene vivas”.
Pero esta paja mental que intentaba contarme para normalizar una situación que me parecía marciana se esfumó de un plumazo un día que volvíamos a la base… Justo pasábamos por otra vereda donde la semana anterior acabábamos de dar unas capacitaciones de ACNUR sobre los derechos de la infancia y el buen trato en la familia.
Desde la lancha vi un hombre atado a un palo llorando, un niño (su hijo) le abrazaba mientras una mujer mayor hacía aspavientos con los brazos, como si le estuviera regañando.
La comunidad de esta otra vereda es súper activa, los hombres cocinaban, limpiaban, participaban y las mujeres artesanas estaban muy empoderadas. Nos podéis imaginar mi sorpresa cuando un compañero me susurró al oído: “cuando un indígena mata a una mujer, lo atan a un palo para escarmiento público”.
Os resumo la historia porque recordarlo me revuelve las tripas: la mujer de este señor llevaba tres días desaparecida, justo en el momento en el que habíamos estado dando las capacitaciones en la vereda... El hombre estaba celoso de ella porque, decían, “tonteaba con un primo”. Una noche, borracho, la arrastró por los pelos hacia la selva, la asesinó y la escondió bajo unos helechos.
Sin valentía para confesar el crimen se pasó tres días bebiendo seguidos mientras sus hijas e hijos preguntaban por su mamá. Finalmente alguien la encontró y el desgraciado confesó el asesinato. La mujer asesinada tenía un hermano en el ELN y hubo una gran disputa sobre quién haría justicia sobre él, si la guardia indígena o la guerrilla.
El tipo escapó, porque estar atado a un palo durante unos días no es que sea lo más “justiciero”. Alguien de la vereda, probablemente un amigo/a o familiar le ayudó a desatarse. Le encontraron, y lo último que supe es que la guerrilla se lo llevó, probablemente le asesinaron y fin del cuento.
Pero este no es el final, esta historia se repite y aunque está mal visto matar a tu mujer, tu hija o tu hermana, no es tan malo si la pegas una paliza… Y si esa paliza le parte el cuello, la deja sin respiración o se le para el corazón, todavía a día de hoy en Colombia, se justifica como “delito emocional”, dejando impune a los asesinos hombres que “no podían controlar sus sentimientos”.
Mami, linda, princesa, reina… La mujer es un tesoro preciado y cuidado por los que la rodean. Un tesoro maldito.
La cultura del zalamero en Colombia no tiene fin. He escuchado todo tipo de piropos y bellas expresiones que ensalzan a la mujer, su trabajo, su cuerpo, su valentía, su belleza, su inteligencia... Amar a las mujeres es una cultura realmente fuerte en este país.
Puede que después de lo que acabáis de leer no podáis entenderlo. Yo tampoco. Pero es así.
Y las mujeres, que nos han criado bajo los estándares del amor, del cuidado y de la absurda idea de necesitar la protección de un hombre para sobrevivir, caemos una y otra vez en estas dinámicas que parecen brujería.
Puede que te maltraten, pero te quieren porque te lo demuestran después de violentarte. Esto es una gran mierda y psicológicamente no es nada fácil de gestionar.
Así es como a continuación os voy a relatar las historias entremezcladas de varias amigas a las que no puedo ni quiero nombrar por respeto, pero que me han marcado para siempre y me han enseñado que los hombres no lo son todo y que cualquiera puede tocar fondo y levantarse.
(Todo esto en frases cortas, porque necesitaría mil crónicas para contar la historia de cada una de ellas).
“Me intentaron envenenar en un taxi con mis hijas dentro, conseguí salir de milagro mientras se me paralizaba el habla y los sentidos”. Ella sigue saliendo a la calle, es la más verraca del lugar y es una mujer respetadísima en la comunidad que vive sin miedo.
“Mi marido me abandonó después de 40 años por otra, sin darme explicaciones y dejándome sin nada. Ahora que me va mejor que nunca él vuelve y no sé cómo reaccionar”. Ella tiene una historia impresionante, cada vez que habla suelta una sabiduría inconmensurable y me cuida a diario con sus miradas, consejos y comida caliente.
“Violaron a mi amiga y la lanzaron al manglar porque se hizo la muerta, se la encontraron unos perros y no fue capaz de moverse pensando que no eran animales, sino que el violador la estaba chupando por todas partes”. Ella conduce un coche genial, trabaja sin parar aunque las horas del día no lleguen, mantiene a su familia de manera admirable y siempre está cantando.
“Mataron a la hija de mi vecina, tenía diez años, la violaron y la partieron en dos”. Ella es una de las miles de mujeres que sigue saliendo a la calle teniendo que recordar la ausencia de sus hermanas que perdieron la vida en la acera de enfrente.
“Era lideresa, la secuestraron y la cortaron en pedacitos para después desperdigarlos por la calle”. En 2020 más de ochenta lideresas fueron asesinadas en Colombia por el mero hecho de ser mujer, tener poder y hablar claro. Muchísimas mujeres a día de hoy siguen jugándose la vida por pensar, hablar y representar a una comunidad, colectivo o movimiento.
“Mi marido violaba a mi hija, me maltrataba y denuncié, una vez en la cárcel pagó a un sicario para que me acabara, ahora no puedo volver a mi pueblo”. Ella me enseñó a moverme donde estoy, sonríe y recochea cada cinco minutos con una energía que no sé de dónde sale. Todavía tiene miedo, y yo por ella.
“Ella encontró a su marido abusando de su hija y lo mató, le metieron 40 años de cárcel en un juicio rápido, pero al asesino de mi madre todavía no le han juzgado”. Esta historia se repite a diario. Las mujeres en el sistema judicial tienen un amparo ridículo comparado con los hombres.
La mayoría de mujeres maltratadas, abusadas y asesinadas han tenido un agresor cercano su círculo social. Es decir, la mayoría son familiares y amigos. Y creedme que esto complica las cosas.
El estigma de denunciar a un ser querido es peor que cualquier losa de toneladas. No solo por lo difícil de soltar y evidenciar este abuso, si no por el “qué dirán” la familia, los vecinos y el resto de personas. Por desgracia hoy en día, la mayoría de las que denuncian no consiguen el apoyo de su gente y son excluidas, juzgadas y aisladas.
“La mujer es un tesoro”. Tanto, que nadie se atreve a admitir que se la violenta día a día.
Esta es la incongruencia más grande a la que me he enfrentado en mi vida y que todavía hoy no sé cómo gestionar. Pero escribirlo en esta crónica me ayuda a explicarlo.
El cagadero de Santander de Quilichao
Hace unos días, en la jornada del 8M en la plaza de Santander de Quilichao, las mujeres del colectivo Fuerza Violenta instalaron un wáter frente a la estatua de Francisco José de Paula Santander. Allí fueron sentándose todo tipo de personas a “cagarse” en las injusticias que rodean a las mujeres en este país.
El 8M en Colombia no tiene nada que ver con el de España. Tampoco tendrá nada que ver con el de Bélgica, Rusia, Guatemala o Senegal. Cada cultura tiene una dinámica de opresión distinta, pero todas confluyen en lo mismo…
En Colombia sentí la rabia. Siento la rabia. Mucha rabia. Sobre todo después de escuchar a una niña de doce años que se sentó en el cagadero y comenzó a llorar.
Entre lágrimas contaba la historia de una niña de trece años del resguardo embera katío que fue violada por siete soldados del Ejército de Colombia el año pasado. Los militares admitieron el crimen y no han sido juzgados todavía, la Fiscalía ha suspendido las auditorías en tres ocasiones y estos manes todavía están en libertad…
Y yo pensaba “Estamos en el siglo XXI amigues, ¿espabilamos o qué?”
Y aquí es donde recojo la idea de la normalización de la violencia que comentaba al principio de mi relato. ¿Cómo vamos a espabilar si el abuso de tu sobrina también lo has sufrido tú desde pequeña? ¿Cómo va a entender el alcalde de turno que amenazarte de muerte no es normal cuando él también está amenazado por otro tipo de causas?
¿Cómo va a parecerte raro que tu marido te pegue cuando escuchas los gritos de tu vecina en la cuadra de al lado? ¿Será que es el pan de cada día? ¿Será que es normal?
Obviamente no lo es. Las mujeres lo sabemos pero la sociedad parece que no se entera. Y la sociedad somos todes. Y por ello hay que empezar a prestar atención a cada gesto, broma o comentario. Acabar con esto depende de cada una de las personas de este planeta.
Viajar y vivir sola en Colombia me ha dado la oportunidad de entender la vulnerabilidad de la mujer en la que, por suerte, pocas veces me había visto reflejada. Cada día soy más consciente y cada día me da un poco más de miedo. Pero nace en mi la necesidad de seguir llamando la atención más que nunca.
Además, si no hubiera venido sola, si no hubiera vivido esto así, no hubiera conocido a mis amigas, a las mujeres de carne y hueso que llevan en sus espaldas las cicatrices más profundas, las que no dejan de doler. Esas cicatrices que por mucho tiempo que pase van a estar ahí molestando.
Esas son las mujeres por las que lucho y las que me recuerdan día a día que no es normal cómo nos tratan y que no vamos a dejar que esto siga así.
A veces las crónicas de viaje no son bonitas y enternecedoras, espero no haberos quitado las ganas de viajar a Colombia. Otro día os cuento las maravillas más hermosas de este país en el que todavía existen las brujas.
Marta Trejo Luzón, periodista freelance especializada en cooperación y política internacional - @martatrejoluzon.
“∀∀N JUA PA THEEG GAAM KH∀∀N”, significa "mujeres fuertes" en el dialecto indígena wounaan.
(1) Las veredas indígenas celebran elecciones anualmente y no quiero dejar pasar por alto que una vez conocí a una Gobernadora, pero no es la norma general.
(2) Esta situación se daba en esta vereda en concreto la cual no quiero dar el nombre por motivos de seguridad. Existían otras veredas donde las mujeres sí tenían grupos organizados y más capacidad de decisión que en esta última que os relato.
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